domingo, 19 de enero de 2014

Artemisa adulterada

El destino o el azar (ambos tan poderosos como antagónicos) quisieron que me cruzara con ella. Al principio no noté su presencia, no había ninguna huella; vagamente recuerdo la primera noción que tuve de su existencia. Yo creo que a él le gustaba jugar con la idea: dos historias paralelas, dos posibles amores; la disputa... y él, el premio: el sueño de Narciso! Ella resultó una estoica rival, entregando mucho más de lo que yo misma estaba dispuesta a ceder. No hubo principios que ella no abandonara (suponiendo que los tuviese) para poner en oferta su dignidad y su amor propio. Se arrastró sin más, cubriendo con un manto de absurda piedad su flaqueza. Descaradamente, llamó amor a un engendro que la llevaba a perdonar una y otra y otra vez el desdén y el rechazo que recibía. Yo no comulgo con ese tipo de trucos: mi fortaleza reside siempre en cuidar lo que soy (lo único que tengo para ofrecer) y si me rompo, si me marchito, mi tesoro se ve reducido a nada. Aunque conocía su juego, involucrarme implicaba perderme a mí misma, aceptar yo también ser usada, y -eventualmente- consumida. Así, pues, me sentí una espectadora, una necia aprendiz que recibía la lección del error ajeno. Impávida, la contemplaba estirándose infructuosamente para alcanzar la sortija que le regalara una vuelta más. La miraba regresar envuelta en falsas mieles, presurosa en asir los laureles, sólo para darse de bruces otra vez, postergada, reemplazada. La observaba llenándose la boca de verdades parciales, de ilusiones sin base, tanteando la realidad que sólo podía ver a medias. Y mientras ella imaginaba capítulos por venir, yo escuchaba dudas, planes para esquivarla, razones para romper la promesa hecha. Llegué a tenerle lástima: alguna vez la vida me había puesto en ese lugar; en otro tiempo, también fui usada. Hice lo que pude y aunque sé que no es posible ganarse el respeto del ciego que no quiere ver (de hecho creo que me gané su odio), cuando tuve la oportunidad, intenté dejarle ver lo que yo veía: nunca me lo perdonó... Quién sabe, después de todo, tal vez ella sí lo logre. Acaso sea ella la única que sobreviva al descarte, y sus vestigios sean lo que él se merece: escombros de mujer, restos de un naufragio que él mismo ocasionó y que lo acompañarán hasta el final de sus días. O de uno más de sus ciclos.


Costó entender que era por tu bien, Maga. Costó soltar, lo sé. Pero ahora que al fin podés verte en ese espejo, entenderás a qué le temía yo tanto. Alguna vez dije que no te había cuidado lo suficiente: tuve miedo de perderte otra vez en la parte más oscura del laberinto. Claro que él te devolvió el brillo perdido, pero como bien sabés, si es demasiada, hasta la luz del sol te puede quemar.

miércoles, 1 de enero de 2014

Sin moraleja

Silencio. Días y días de silencio. Lo único que supo hacer La Maga fue callar. Dentro suyo convulsionaban la palabras en un caos de sorpresa, indignación y dolor, pero era incapaz de hilvanar un pensamiento coherente que no hubiera sido impregnado por la ambigüedad. Mentalmente, repetía la secuencia de una historia inverosímil. Sobre todo, la llegada imprevista: ese regreso impensado, ni siquiera imaginado; la confesión tan difícil -mas no imposible- de creer. Le presentaron un sueño, ese que siempre había anhelado, y La Maga lo abrazó, defendiéndolo incluso de la realidad. Aplicó todas la lecciones aprendidas, usó todos los trucos y pócimas que conocía. Incluso dejó su propio corazón sobre la palma de su mano, siempre abierta. 
Creyó. Fue paciente. Pensó lo mejor. Preguntó. Dijo sólo la verdad. Habló tan claramente como pudo. Pidió lo que necesitaba. Ofreció todo lo que tenía. Escuchó. Trató de entender. Se atrevió. Por eso, sin la menor pista, hoy no entiende qué sucedió. La única voz que puede darle una razón, no sólo se volvió silencio y ausencia, sino que le quitó las alas que le había dado.


Sos un antes y un después. Mi hija lleva tu nombre. Habitás mi sangre. Me hacés feliz como ella nunca podrá... Palabras! Si no es ella, será otra. Limitate a entender lo que te digo. No era lo que pensaba. No es para tanto... Sólo son palabras! Pero es innegable lo hondo que pueden calar, lo gratuitamente dolorosas que pueden ser. Hoy el desafío es perdonar. Pero no a él, puesto que no soy juez de nadie (aunque una disculpa suya sería sanadora: una señal de que algo fue cierto, de que algo le importa). No, el desafío es perdonarme a mí misma. La candidez, la ceguera, la estupidez. Perdonarme y aceptar que esta lección (que aún no comprendo) me transformó. Y no lo digo yo...