miércoles, 28 de agosto de 2013

Post-catástrofe

Por las noches puedo oírla. No le he dicho nada, pero la escucho llorar. Llora con vehemencia, desde muy adentro, como tratando de ablandar las raíces de su pena para sacarla. Llora para lavar la tristeza, para que no se le desborde el alma, para aliviar el peso de la piedra que le instalaron sobre el pecho. Durante el día  esconde los rastros de la noche en vela, pero sus ojos, como siempre, la delatan. Adivino su esfuerzo por enmascarar el dolor, viviendo el espejismo diario de imaginarlo aún acá. Tanto lo buscó, tanto lo deseó, hasta que al fin sucedió. Y es más de lo que cualquier mortal puede lograr: la más increíble y maravillosa historia. Quisiera consolarla, pobre Maga, pero nada de lo que diga será suficiente. No puedo cerrar la herida por ella, hay que dejar que el tiempo la cicatrice. Es tan terrible como atravesar lenguas de fuego, pero no conozco a nadie que no lo haya logrado. Yo sé que de esto saldrá fortalecida -aunque aún no lo entienda-, que aprendió una gran lección -aunque aún ella no sepa cuál- y que creció como nunca antes -aunque aún no lo perciba-. Estoy orgullosa de La Maga porque esta vez, se brindó como nunca antes; porque usó todo lo que aprendió en el camino y se animó a saltar sin red. Y la admiro, porque logró mantener siempre sus manos abiertas y amó sin medida; pero sobre todo, amó auténticamente y sin dobleces. Amó en la verdad, y tal vez por eso, no hay rencor ni frustración, sólo este hondo pesar por saber que las cosas son como deben ser, aún cuando no hayan resultado como ella lo anhelaba.


Lo que siento sigue intacto, por eso no quiero mover nada. Cada lugar, cada objeto, cada momento del día tiene adherido un recuerdo que lo conserva. Dije para siempre, y no es una promesa ni es una elección: él se queda en mí incluso a pesar mío. Es lo que sucede cuando el destino cruza dos caminos, aún efímeramente, y aparece este extraño y único tipo de amor...